Al alba del tres de marzo del último cambio de milenio Rodriguez Pelayo observaba a su perro hacer de vientre en un arriate de la Corrala de la Poesía. El perro lo miraba con el temor y la gratitud con el que miran los perros cuando cagan. Él lo miraba con la indiferencia de la monotonía. Se agachó para recoger el excremento y, entonces, lo sintió.
Sintió el trombo en la sien y hasta la muerte fulminante; la risa del amor de su vida coincidiendo con él en el tiempo y en el espacio; el navajero al que contrarió hacía dos noches y que se acercaba a mojarle; el tropiezo y la caída cómica sobre las heces; la carrera del perro por una perra en celo y su atropello… Lo sintió todo.
Sintió las infinitas posibilidades que el universo tenía guardadas para ese preciso instante y las infinitas posibilidades de las infinitas consecuencias de él. Aquello lo paralizó. Creyó pasar días encorvado sobre el arriate con la bolsa negra en la mano. Pero, al momento, comprendió que aquello no era posible. No se había puesto el sol. Otro momento bastó para comprender que no habían pasado siquiera unos segundos. Ese instante estaba comprendiendo toda la eternidad.
Se asustó. Tuvo la certeza de que estaba preso. Encarcelado en un punto aleatorio en la infinidad de universos que alguna vez existieron y que existirían. Le llevó nueve días comprender que no estaba más preso que cualquier otro ser real o imaginario.
Resolvió que, si la realidad se ramifica en sus infinitas posibilidades en todo instante, siempre debe haber al menos una rama en la que en ese instante el mundo se congela y el sujeto percibe la totalidad de las infinitas posibilidades. Más aún: todo ser tiene infinitos gemelos paralizados comprendiendo la eternidad del universo, puesto que todo ser tiene infinitos instantes.
Al principio, sintió lástima por sus infinitos yoes en su misma situación. Después, se alegró por aquellos que percibían la totalidad de las posibilidades del universo pero sin haberse detenido el universo (estas realidades paralelas son igualmente necesarias). Pero esta alegría, basada en que la muerte, tarde y temprano, les llegaría, duró poco. Comprendió que, aun habiendo infinitos yoes percibiendo la infinidad y capaces de morir, los mismos había percibiendo la infinidad, obligados a participar del movimiento y sin poder morir.
No tardó más que una eternidad en entender que podía vivir todas sus vidas posibles y otra eternidad para reconciliarse con la idea de que ya no viviría esas vidas sino que sólo las contemplaría. Al final, llegó a considerar que contemplar sus vidas infinitas era mejor que vivir sólo una de ellas. Si dejaba a un lado el inconveniente de la inmortalidad, claro.
Llevaba recorridas un par de ramas al azar del universo cuando tuvo dos revelaciones. Una aparentemente importante, pero en verdad trivial y otra aparentemente trivial, pero en verdad importante.
La primera le hizo lamentar su mala fortuna: no podría visitar realidades alternativas fruto de ramificaciones acaecidas antes de esa húmeda mañana del tres de marzo. No podría ver sus infinitas vidas bajo el Tercer Reich o la Parusía. Tardó un par de ramas infinitas en comprender que, en una infinita variedad de ramificaciones, era imposible no dar con una en la que alguna serie de causalidades infinitamente improbable no condujera exactamente al mismo orden de cosas establecido cuando Adolf Hitler empezó a dar sus discursos en la Bürgerbräukeller. A partir de ahí, necesariamente habría ramificaciones que reprodujeran fielmente la realidad tal y como fue en el pasado (si es que este término seguiría significando algo). Sólo habría que recorrer esas ramificaciones y, llegado el momento, elegir aquellas en las que Hitler gana la guerra. De hecho, pensó, esta posibilidad era más atractiva que la de poder visitar la realidad paralela en la que realmente el Hitler original (si es que este término seguiría significando algo) ganaba la guerra. En aquella realidad, Rodríguez Pelayo no existiría. En esta, sí. Podría recorrer sus elecciones paralelas bajo el yugo nazi y visitar a su yo exterminador, a su yo salvador, a su yo heroico y a su yo delator.
La segunda fue que era posible perderse en las visitas a las distintas ramificaciones de la realidad. Ni siquiera tuvo que volver a visitar una en la que ya hubiese estado para caer en la cuenta de que necesitaría un sistema de notación que le permitiese identificar a la mayor brevedad posible cuándo se encontraba en una rama ya recorrida. Tardó algo más en comprender que, con infinitas ramificaciones que, a su vez, se ramificaban infinitamente (pues cada instante está compuesto por una infinidad de posibilidades), necesitaría un sistema de notación infinito para poder cartografiar la multiplicidad de realidades. Es difícil saber si fue ahí cuando comprendió la imposibilidad de recorrer todos los posibles universos.
Así estuvo vagando errante durante una o dos eternidades por las distintas infinitas realidades que surgían de aquella mañana: se contempló viviendo una vida aburrida, juzgando cuál era la más bella de entre tres diosas, muriendo de un infarto en la oficina de correos, viendo el espíritu absoluto a caballo desde una ventana, rodeado de hijos y quemando la Biblioteca de Alejandría.
En una de estas realidades paralelas se vio conversando con un zapatero vienés que le contó que lo que percibimos como realidad es, en realidad, una realidad truncada y que la auténtica realidad es múltiple e infinita. Que él había pasado treinta y tres eternidades recorriéndolas con su mente, pues el mundo se había detenido para él, y que, en una de ellas, se vio leyendo que la salida de ese laberinto estaba en alguna de las infinitas ramas de la realidad: tan sólo debía encontrar aquella en la que su versión paralela se fundía con él, haciéndole desaparecer.
A Rodríguez Pelayo le pareció razonable. Le pareció razonable, también, que, aunque la probabilidad tendiese a cero, debía existir necesariamente alguna realidad en la que eso sucediese justo en el momento en que había quedado paralizado. Con esa esperanza volvió a recorrer infinitas ramificaciones de la realidad. Sin duda hubo de repetir muchas de ellas. Pero ahora tenía una esperanza que le empujaba a continuar.