Echaba de menos fumar. No tanto a nivel físico o psicológico cuanto a nivel estético.
Estaba escribiendo la anterior entrega de Una semana mejor y tuve un (no infrecuente) trance mediante el que me vi desde fuera, con una visión cenital.
Pensé: ¿De verdad quiero que Dios me vea así?
Bueno, quizá no pensé en Dios. Quizá pensé en el plano de una película. En si me gustaría ver a su protagonista escribiendo, o si me gustaría verlo escribiendo con un cigarro entre los dedos y el humo elevándose desde su mano.
El primero podría estar escribiendo un informe, el segundo solo podría estar escribiendo algo para la posteridad.
No sé si quiero ser escritor. No sé qué quiero ser. Pero sé que quiero ser alguien que hace lo que hace con un cigarro en la mano. Porque, hoy, ser fumador teniendo un talento es como ser un cirujano con pinta de carnicero.
Y, bien pensado, la mayoría de grandes nombres y hombres a los que querría parecerme son fumadores. Eugenio, Sabina, Escohotado, Freud, Einstein, Camus, Houellebecq, mi abuelo…
Es cierto que también hay basura detestable entre los fumadores. Sin embargo, entre los fumadores detestables y los fumadores admirables lo único que hay son consultores y runners. Y siempre será preferible ser detestable a ser anodino.
Con el tabaquismo sucede como con la distribución del cociente intelectual en los varones. Los extremos crecen a expensas del centro. El fumador es un gilipollas o alguien brillante. Los no fumadores se concentran en el rango de la mediocridad.
Excluyo aquí a los no fumadores por causa mayor. Por problemas graves de salud o por el bienestar de la familia (más loable lo segundo que lo primero).
No excluyo, sin embrago, a los no fumadores por motivos de salud pública, si es que éstos existen. Aquellos que (dicen) no fuman porque han entendido que está mal molestar al de al lado en la terraza de un bar o porque no quieren sobrecargar el sistema sanitario.
Esos, sin duda, estarían en el grupo de los gilipollas si fumaran.
Dos aspectos restan por tratar: El coste y la rebeldía. Y ambos confluyen.
Se aduce, no sin razón, que el tabaco es un vicio muy caro. Yo creo que el precio del tabaco, como el de la carne, debería subir.
En tiempos de culto a la vulgaridad y persecución del elitismo, abogo por una aristocratización de estos bienes y que solo una selecta minoría de gente que despierte envidia entre la plebe pueda permitírselos.
Yo, que desprecio el lujo, quiero hacer del cigarrillo mi particular potlatch.