El poder debe frenar al poder. Vale, Montesquieu, primo. Pero, ¿cómo?
Partamos de lo básico: El poder es lo opuesto a la lealtad. Al poder no se le tiene lealtad. Al poder se le debe obediencia.
La lealtad es voluntaria. Pacta sunt servanda. Nuestro honor nos obliga a cumplir con ese pacto.
No siempre es un pacto explícito. No somos leales a la patria, la familia o la religión porque hayamos firmado un contrato. Sin embargo, sí existe un pacto tácito. Algo heredado. A lo que, por supuesto, podemos renunciar (y por eso es voluntario y, por lo tanto, lealtad y no poder).
Pero volvamos a la cuestión del honor. Si hemos suscrito ese pacto explícito o hemos refrendado ese pacto tácito con nuestros actos, nuestro honor nos obliga a respetarlo.
Y eso es peligroso para el poder, porque, si el poder nos obliga a incumplir ese pacto, nos está obligando a renunciar a nuestro honor. ¿Y qué tiene el hombre si no es su honor? Renunciar al honor es convertirse en un animal. Si el poder te obliga a cometer traición, te está deshumanizando. Y el hombre no desea ser una rata, por omnímodo y terrorífico que sea el poder que le exige serlo.
(Una nota: Es importante que tengas claro qué pactos explícitos o implícitos refrendas —esto es, a qué y quién debes lealtad—, porque, de lo contrario, llegado el caso en que el poder te obligase a incumplirlos, podrías decirte a ti mismo que nunca los aceptaste. Por supuesto, eso te convertiría en un miserable.)
Desde el prisma del poder, están claros, pues, los objetivos: Primero, eliminar las lealtades que los dominados tienen. Segundo, presentarse como una lealtad y no como un poder.
En los regímenes totalitarios del siglo pasado esto se ve bien. No por que fueran mayores que los actuales, sino porque fueron más burdos y las costuras se ven más:
Los totalitarismos del siglo XX trataron de laminar las lealtades a la familia, la religión o la patria (el primer objetivo) y trataron de instrumentalizar otras instituciones (el sindicato, el partido) o categorías (la raza, la clase) basadas en la lealtad (el segundo objetivo).
Pero que en los regímenes totalitarios del XX se vea más claro no quiere decir que no se dé actualmente. De hecho, cualquier país socialdemócrata vive bajo un totalitarismo de vapor pastel. Vapor porque sus abusos no son ni explícitos ni torpes, sino que se infiltran suavemente y con la apariencia de que puedes escapar. Y de color pastel porque esa intromisión del poder en cada aspecto de la vida del súbdito se justifica bajo un manto de bondades de colorines. Una bota arcoíris aplastando tu cabeza.
Pero bueno, lo de que la socialdemocracia sea totalitaria es tema para otra niusleta.
Aquí hablábamos de poder y lealtades. El caso es que en las sociedades occidentales actuales la familia, la religión, la patria, la identidad de género, la sexual, la racial, la de clase… también se tratan de limitar o controlar.
La socialdemocracia liberal hace esto de una forma muy inteligente. Mata dos pájaros de un tiro: Instrumentaliza algunas de esas lealtades para mermar la fuerza de otras. Por ejemplo, la instrumentalización de la identidad de género o la sexual se utiliza para limitar las lealtades familiares o religiosas.
Es por ello que hay que defender instituciones y categorías independientes del poder.
Las lealtades, no obstante, no son inocentes. Lealtad es conflicto. Desde el momento en que existe la lealtad al género, hay conflicto de género. Desde el momento en que hay lealtad a la raza, hay conflicto racial.
Se puede optar por ese magma desordenado de lealtades o se puede optar por que el poder se las apropie. Lo primero traerá caos, lo segundo traerá orden. Lo primero traerá evolución social, lo segundo traerá selección social. Lo primero dará a luz hombres, lo segundo, ratas.