Las palabras han muerto. Las palabras siguen muertas. Y nosotros las hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos? Lo más santo y lo más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará? ¿Qué rito expiatorio, qué juegos sagrados deberíamos inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿Debemos aparecer dignos de ella?
Bueno. Quizá es exagerado. Quizá no hemos matado a las palabras. ¿Cómo podrían estar muertas? Si siguen ahí. Seguimos usándolas. Quizá sólo las hayamos violado.
Al fin y al cabo, una palabra muerta no cambia, desaparece. Pero no estamos ante la desaparición de las palabras, sino ante su transformación. Las hemos cambiado para siempre. Y ya no hay vuelta atrás. Ya ninguna volverá a ser lo que una vez fue.
Han sufrido y sufren nuestro abuso, y ya no son capaces de aportar a nadie su amor. Las hemos condenado a no poder abrirse y ofrecer todo su potencial. Las hemos convertido en carcasas vacías.
Y es culpa nuestra, por haber sacado a la igualdad del terreno de la matemática e introducirla a la fuerza en el terreno de la política, donde sabíamos que no cabía. Y, aun así, la presionamos hasta deformarla para que cupiese.
Es culpa nuestra por haber convertido el consenso, que era el acuerdo de todos, en el acuerdo de la mayoría. El consenso nunca pudo aplastar al disidente. No estaba en su naturaleza. Y, sin embargo, nosotros le obligamos a hacerlo a diario. Lo hemos envilecido.
La patria, por la que murieron hombres y mujeres nobles honrando a sus ancestros, la hemos reducido a una coletilla para engañar a votantes. Cuando muramos, tendremos que dar cuenta ante nuestros antepasados de haber pervertido así su memoria.
Es culpa nuestra porque hemos convertido a la política, que alguna vez fue el intercambio de ideas para conducir justamente la ciudad, en el intercambio de favores para dominar incluso al eremita. Y lo social, que solía ser lo relativo a la comunidad, lo hemos convertido en lo relativo a sus parásitos.
La solidaridad, ese pacto tácito entre iguales, ahora es la excusa de las élites para abusar de las masas, que exigen devolverle a esa palabra su sentido clásico o mantener el nuevo según les beneficie en cada momento. Entre todos la matamos y ella sola se murió.
Hemos convertido a la Constitución, una palabra que inspiraba temor en los tiranos, en su principal herramienta. Cosa que no habría sido posible si no hubiésemos violado, también, la palabra derecho. El derecho jamás volverá a ser sinónimo de justicia ni de dar a cada uno lo suyo a pesar de la violencia y el fraude, sino de quitar a cada uno lo que con justicia obtuvo para dárselo a quien más capaz de violentar y de engañar sea. Y es por nuestra culpa.
Y culpa nuestra es, también, que hayamos reducido el progreso al simple cómputo de estadísticas positivas o de derechos sobre el papel, a pesar de que la vida de los que disfrutan de lo primero nunca hubiese sido tan gris y la de los que disfrutan de lo segundo jamás hubiese sido tan miserable.
También somos culpables de haber convertido a la cultura no en el tradicional cultivo, que implica paciencia, dedicación, esfuerzo y trabajo manual, sino en la suma de historias espurias obtenidas (y olvidadas) a x2 en Netflix.
Que hayamos destruido la cultura no es algo que deba sorprendernos: también hemos violado la universidad. Bien haríamos en llamarla multiversidad, habida cuenta de la desconexión entre disciplinas que hemos dado por buena como si no fuese un atentado contra la realidad.
Y sobre la educación, ¿qué podemos decir a estas alturas? Hemos reducido lo que siempre significó potenciar las capacidades del hombre a someterlo y moldearlo hasta convertirlo en algo anodino. Si hoy hubiese un Aristóteles en las aulas, no moldearía Alejandro Magnos, sino funcionarios. Por suerte o por desgracia, ya no hay Aristóteles en las aulas.
Pero ninguna de estas palabras ha sufrido una perversión remotamente equiparable a la que ha sufrido la palabra libertad. Hemos convertido la libertad, que siempre fue un medio, en un fin en sí mismo. Y, al hacerlo, la hemos convertido en una mercancía que se compra y se vende en los arrabales de la política.
Las palabras ya no son lo que eran.
Y nunca volverán a serlo.
Tú eres el culpable. Tú las has violado. Y yo también.