Se cuenta que, cuando Odiseo, rey de Ítaca, consiguió al fin volver a su hogar tras diez años de guerra en Troya y diez años de odisea en el mar, tuvo que disfrazarse de mendigo para no ser reconocido y poder matar a los pretendientes de Penélope, todos ellos aristócratas que habían invadido su palacio durante su ausencia, mostrando una gran falta de lealtad.
Epítome del trickster, conocido con los epítetos de “el astuto” y “el de muchas mañas” y apoyado por Atenea (quien le había dado nuevas facciones), el disfraz de Odiseo le hacía totalmente irreconocible.
Nadie reparó en que ese mendigo fuera en realidad el rey de Ítaca.
Nadie salvo un anciano, maltrecho y dominado por la enfermedad y el dolor, pues había sobrepasado con mucho los años que le era dado vivir.
Cuando Odiseo entró en el palacio pidiendo asilo, ese anciano se acercó, le olisqueó moviendo trabajosamente el rabo y cayó sin fuerzas a sus pies.
Odiseo, consciente de que no podía agacharse a acariciarlo (pues se habría destapado su engaño), derramó una lágrima y continuó su camino, dejándolo en el suelo inmóvil, respirando con dificultad.
Argos murió viendo cómo se alejaba, tranquilo por haber cumplido el cometido de esperar a su dueño. Y, a pesar de que éste no le ofreció ni la más mínima caricia, murió feliz y sin rencor.
La historia de Argos y Odiseo es una de las referencias más antiguas que tenemos a la fidelidad del perro, y cualquiera que haya compartido vida con uno de estos maravillosos compañeros no puede evitar emocionarse ante esta historia, porque sabe que su perro también es Argos.
Y es que, parafraseando a Huxley, para cualquier perro su dueño es rey de Ítaca.
Por eso es tan fácil querer más a un perro que a una persona. Porque es la única vía que tenemos para conocer la fidelidad. La auténtica fidelidad. La lealtad sin concesiones. El hombre siempre tiene la tentación de la traición. El perro, no.
Al perro le da igual si eres un mendigo, rey de Ítaca, Hitler o la Madre Teresa de Calcuta. Si hay que jugar, se juega. Si hay que matar, se mata. No juzga, no discute, no duda.
Por darle igual, le da igual incluso si eres el mejor amo o la peor escoria. Le da igual si lo llevas en carrito por la calle o si lo maltratas a diario. En cualquier caso, se te acercará por las mañanas dispuesto a vivir otro día más contigo como si fuera el último. En el perro no cabe el odio, solo hay amor puro y devoción.
Por eso ni los peores actos contra otros hombres señalan tanta miseria espiritual como el maltrato o el abandono de un perro. Hasta los peores actos contra otros hombres pueden llegar a estar justificados. Contra un perro, jamás.
Traicionar a un perro es traicionar no ya la confianza ciega, sino la confianza que no podría no ser ciega. La lealtad más absoluta. La fidelidad infinita.
En el mundo de las ideas de Platón, la lealtad tiene forma de perro.